Ríos de ficción, mentiras inofensivas


Ó silba distraído. Esta tarde le da por sortear hileras de abetos que hace tiempo alguien distribuyó torpes y paralelas en los márgenes del río. Por dentro asimila todas las razones de su huida. Al mismo tiempo intenta no caer en el error de negarlas desde un primer escalón moral. El amor, la sociedad, la mentira, la inquietante presencia de eso que hay quien llama naturaleza. En la esquina del parque un niño se desafía creando un arco cada vez más largo con las cadenas oxidadas del columpio. Más allá, dos amantes estudian con romanticismo de telenovela la vereda del río y se ensimisman en el contraste aplastante de las aguas plateadas y la implacable y árida textura del asfalto. Mis ríos no son así, se dice. Tampoco los de Oliveira. Un fastidio no ser niño. Ni amante.
Esto no es París
.
Y tampoco es literatura pero él aún no adivina esa certidumbre porque la tarde ya casi está terminada y una sucesión de imágenes interrumpen su digresión para acercarlo efectivamente al ejercicio narrativo consciente. El sol silba por la tangente en las esquinas del mar, el niño vuela por fin, premio inercial de sus impulsos, los amantes vuelven a separarse demorando con gesto trágico la pérdida de contacto. La imaginación ya se atenúa, se apaga sin resistencia en ese manantial del tedio y la ficción.

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