Playa de invierno



Playa de invierno.



Existe. Todos los años la olvido y la recuerdo como un sueño recurrente. Hoy pienso en ella.
Cada paso falso de agosto es una gris mirada a las rocas, seis meses más tarde. La tarde corta y el sol apocado cayendo por un agujero que ni siquiera el viento nordés consigue esconder.
Una promesa de primavera -que nada tiene que ver con el peregrinaje en estos días planos- salta en la adolescencia de cada año y la escarcha se desdibuja allá en la piedra imán y en el perfil sereno de los puentes. Llueve entonces, creedme. Y el estuario se atreve a mostrarse, poco a poco, como un caracol que se ha escondido, retraido, tras haberle molestado tocándole los cuernos.

Nada funciona igual en un paisaje que sólo se ve con ojos de estío, festivos y vanidosos, con ojos grotescos como ombligos salientes, ojos que no están saciados de no ver nada sino que además quieren tocar aquello que han inventado hace dos días y que no es la realidad. En cada esquina, sacralizada por el tiempo hay un selfie inútil y sin destino. El firmamento que diluís es ya una postal prefabricada que se pierde en servidores, etéreos, lejanos y fríos, sitios oscuros en los que nunca estareis. Y la ropa, y el plástico, y los coches, el cadmio, el aluminio, el caucho... son restos de una vida desechada. Gadgets. Intentos por rellenar un vacío esculpido a base de negar la razón. ¿Qué será lo siguiente? Decid...

La vanidad que se os escapa como una baba puede modificar el paisaje pero nunca podrá doblegar la firmeza digna de la playa en invierno. 

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