La mirada que no cesa

Junio de mil novecientos noventa y nueve.
Nochevieja de dos mil cuatro.
Idus de marzo. Dos mil seis.
Verano de dos mil uno. Verano de dos mil diez.
Venticuatro de agosto de mil novecientos noventa.

Etiquetas que le ponemos
a ese artificiado fenómeno
que, torpes, simplificamos
diciendo tiempo.
Sin embargo, mi pulso ha pasado por esos
innumerables, continuos y discretos
momentos.
Mi respiración no ha cesado.
Mi mente siempre activa.
He atravesado el tiempo.

El momento de ahora es medianoche
-principios de otoño del año dos mil diez y ocho-

Salgo frente a casa.
La misma casa, la que cambia pero permanece intacta.
Camino unos metros,
dispuesto a sellar
mi existencia en silencio,
como quien dicta un testimonio
al viento
o escribe el nombre amado
sobre la arena.

A lo lejos veo las luces parpadeantes
de otros pueblos
bajo un cielo opaco y silente,
y siento que sigo aquí,
pilotando a oscuras mi navío.

El contorno de las formas
apenas varía. Y el mar, ronco,
perfila un dibujo sonoro
sobre mi frente.

La idéntica morfología de las noches
no atenua mis asombros.
Y en eso consiste esta velada íntima:
celebrar la mirada que no cesa,
la línea innombrable,
el perentorio aliento.

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