Noche en Carver

Anochece, y un fulgor en el horizonte desdibuja la bahía, emborrononando la última luz. Salpicaduras de sol en el cielo opaco.
Cerca, respiran los faros, uno cada vez, a diferentes ritmos, como codificando el tiempo para quien quiera desentrañar sus misterios. En las dársenas los niños alzan la voz, gritan y rien y son repetidos por sus ecos. Conversan entre ellos, reconstruyendo con sus voces el puzzle desperdigado de la infancia. Parecen ignorar el porvenir, y eso me alegra y me entristece a la vez...
Lejos, las estrellas parecen pacientes hitos en el camino. Con calma emiten una luz suave, que se sintoniza, como un automatismo, con el leve tono de esta noche.


En el mundo suceden millones de cosas, millones de músicas, millones de caídas, millones de vehículos, millones de comidas y cenas y bebidas, millones de bailes, atropellos, peleas, copulaciones, fuegos, borracheras, discusiones, carcajadas, llantos... Millones de corazones rotos desplomándose en la curva decadente del tiempo.

Pero no aquí. En esta panorámica avanza la noche sin prisa, como en uno de esos cuentos de Carver en los que suceden dos o tres cosas. La narración parece exclusiva para mí. Un cuento breve. Un relato finito. Un regalo preciso.

Algo que aparece súbitamente y se desvanece con rapidez.

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