Tu ofrenda fue un reloj
La memoria es tramposa y yo no recuerdo bien si aquel día quisiste dejarme tu reloj de pulsera o el cargador del móvil. En cualquier caso era algo práctico. Pero aquel detalle, sin especial importancia, se instaló para siempre a la cabeza de mis recuerdos. Octubre iba oscureciendo los días con nubes y frío, las noches ya estaban para ponerse el abrigo y aquel Pilar nosotros íbamos cogiendo el tono, temprano, tranquilamente sentados en el bar de la Plaza. Unas cuantas botellas vacías de Mahou sobre la mesa.
Recuerdo que una vez te vi en esa misma plaza, por motivos aciagos. Era antes pero después, ya no íbamos al colegio. Tu voz sonaba precipitadamente grave, de adolescente impaciente. Habías crecido por dentro, como un libro por el que pasan los años, pero tu pelo aún era rubio, tu complexión fuerte, fuerte también tu risa y las facciones de tu cara. Me impresionó tu adolescencia casi arrogante, porque la mía, ni en la voz ni en el bigote, no daba muestras aún de llegar a mi vida. Años después estudiábamos en Gijón y una tarde lluviosa quedamos en un café en la calle San Bernardo. Tenías los brazos aún más fuertes, ibas al gimnasio, y aquella voz poderosa se había convertido definitivamente en tu voz y eras alegre, como siempre, y aún no eran tan lejanas, de vértigo, las noches de verano en la discoteca o los partidos de fútbol en el recreo largo. En ese momento tanto tú como yo éramos ajenos a la pérdida que vendría. Más tarde, de golpe, todos aprendimos a vivir sin ti, cruelmente, con tu recuerdo hundiéndose en nuestro presente como una navaja roma. Aprendimos a olvidarte siempre, por sistema, y a recordarte sólo unas cuantas veces en las pausas, casi sin pensar en ello.
Ahora no se habla de ti. Pero yo quiero hablar de ti, ya ves. Buscaría a quien fuera para hablar de ti, para hablar contigo a través de silencios cómplices compartidos con un amigo común o con alguien que te traiga de nuevo en un comentario pasajero. Quiero recordarte con tu gran sonrisa, de boca viva, con tu gran sonrisa, como si nada hubiese pasado, con esa sonrisa que todavía llena como una luz las fotografías. Quiero que me vuelvas a decir -en esos instantes que antes eran insignificantes pero que ahora son tesoros- que odias con toda tu alma los pellizcos. O que, como cuando hablábamos de chicas, te ponían nervioso los besos en el cuello. Esas y otras conversaciones. Triviales, fugaces y, en ocasiones, ajenas: le decías a C que con los ejercicios en casa no se consigue muscular. Ya ves, ésas eran nuestras inquietudes en aquel momento, ahora detenido para siempre. Me conformaría con fragmentos. Porque así podría, al menos, verte a través del recuerdo y no verte todavía desde las mismas entrañas y desde la conmoción de tu pérdida. Al menos eso.
Si te pienso, amigo, si todos te pensamos, vas a estar aquí con nosotros, no como un fantasma o una niebla fatal en la memoria, sino como un recuerdo amable que será tu vigencia pura, y será ese recuerdo el que pase por los años y crezca y se transforme. Y no tu vida, porque tu vida ya no puede ser. Tu vida ya no puede ser…
Ahora recuerdo. Tu ofrenda fue un reloj.
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