Un eco de su sensibilidad
"Estaba descalza, sentada sobres sus pies desnudos, y en el suelo, al alcance de la mano, el inevitable vaso de agua. Entre sus labios temblaba una sonrisa melancólica, tan pequeña que era más bien un esbozo. No había advertido mi presencia, pero cuando subí otro peldaño, dirigió los ojos a la escalera sin el menor sobresalto; sonrió al verme: No bajan los ángeles ¿verdad?, dijo. Me miraba resignada, con una pálida piedad. Yo asentí con la cabeza. ¿Hace mucho tiempo? Hice un esfuerzo: Desde que enfermaste, dije. Dobló la cabeza como solía hacer, buscando una perspectiva más favorable para mirarme: Pero supongo que no tendrá nada que ver una cosa con la otra, añadió. Fue algo imprevisto. Iba a responderle que no, que mi sequía actual era una crisis más, que pasaría como habían pasado otras, pero, repentinamente, titubeé, se me aflojó la garganta y rompí a llorar. Nunca había llorado ante ella y, entonces, me cogió de las manos y me sentó a su lado, en el sofá, dejando que mi cabeza reposara sobre su hombro. Me acarició la frente: No te aturdas; déjate vivir, decía. Súbitamente le confesé que no eran lo ángeles, sino ella la que pintaba por mí, que yo me limitaba a ser un médium, un eco de su sensibilidad. Aproximó la cabeza para mirarme fijamente a los ojos. Eres tú quien pinta; métetelo en la cabeza, dijo. Señalé los cuadros arrinconados: Ya lo ves, añadí descorazonado. Me besó espontáneamente en la mejilla y dijo: Primo dice que el artista es un Guadiana que aflora y se sumerge alternativamente. Rodeé con mi brazo sus frágiles hombros y la atraje hacia mí. Veía sus ojos tan próximos que me ofuscaban: Estás un poco trastornado con mi operación, eso es todo. La besé. Debes serenarte, añadió. Nos besamos otra vez, luego muchas, cada vez más honda y frenéticamente, y acabamos amándonos allí mismo, sobre el diván, como habíamos hecho otras veces. Fue nuestra despedida."
Señora de rojo sobre fondo gris. Miguel Delibes
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