Tambor
Tambor no para. La evolución lo revoluciona poco a poco. Está ensimismado en el ir y venir de bajos y baterías, líneas espectaculares de cuerdas, imparable sonido jugando en el metálico estómago de espirales que no cesan. ¡Sintetizadores! (electrofelicidad creo que era esto pienso yo mismo interrumpiendo el relato como narrador y no como Tambor). Son las 2:30 y Tambor se mira los pies porque presiente que está levitando, y sí, efectivamente, está levitando. Unos centímetros apenas. Recuerda lo que leyó hace unas horas: el escritor tenía razón. ¿Qué diría el músico? Malditos cabrones afortunados. Eso es lo que piensa Tambor mientras recoloca la pierna y sigue buscando el ritmo que no para y que ahora ya está crecidito. Decide subir el volumen y cerrar los ojos. Pero, ¿a ver? Mmmh... con los ojos cerrados no puede escribir. Piensa que va a probar: (flap) avusca as marcas del teclado u dibika ña m úsica en la oscuridad, se fia de su . No, no funciona, abre los ojos, ve que aún no es capaz de dibujar la música con los bellos trazos de Mrs. Courier.
Sube el volumen un poco más.
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