L i s b o a
Parecer ser que lo único que suena bien, en el sentido de que suena a azul y suena a atlántico y suena a brillo y suena a libertad, y, en definitiva, a mar, parece digo, que sea esa palabra tan aterciopelada. Esa palabra fresca, desnuda pero también exhuberante, frondosa, amable, azul, azul cobalto, azul celeste, azul nocturno, azul niebla, azul ópalo, azul tirando a índigo, azul aciano paleta de Vermeer, azul mar de luna de Munch, azul de ultramar. Está esperándonos la palabra, digo, para ir de la mano de la primavera, para ir todos, los vivos y los muertos, los animados y los inanimados, para transitar por el tiempo de sol como un grupo de amigos bellos y felices que no necesitara siquiera jactarse de la belleza ni de la felicidad, y como si alguien ulterior, un narrador quizás, contase sin muchos detalles cómo vamos recorriendo una ciudad al amanecer y al atardecer y cómo en las horas medias nos acurrucamos en los cafés o sacamos fotos a las flores o flores a las fotos o miramos los adoquines de las plazas y las fuentes y nos apiadamos de los perritos de mirada triste que pasean acompañados de una correa y un dueño o nos compadecemos de las modas y la horteridad interminable que también aquí se manifiesta. Pero sobre todo ese autor describiría por alto, conmovido por nuestra misma ilusión, cómo nos reímos hasta caer sentados, sobre todo cómo nos reímos. Extasiados, casi ciegos, casi desmemoriados. Cómo nos reímos como si hubiéramos nacido para esos instantes en que nos revolcamos sobre los campos situados en la colina del continente, lugar sin duda privilegiado desde donde se puede ver toda la falsa tersura del atlántico y hasta, posiblemente, los percebes del otro lado, los pantalanes del puerto de Manhattan, el recuerdo que tenemos de nuestra vecina Nueva York al otro lado del océano.
Comentarios